30 de octubre de 2013

Por las sierras de Cuenca

La Laguna de la Gitana, en Cañada del Hoyo
Antonio Herrera Casado  /  26 Octubre 2013

El pasado sábado 26 de octubre, en un enorme autocar lleno hasta la bandera, hicimos una de las excursiones que desde hacía tiempo tenía planificada la Asociación de Amigos de la Biblioteca Pública de Guadalajara, y que resultó un éxito. Porque todo lo que vimos fue de interés, aquí quedará la memoria de ese viaje, para animar también a futuros lectores a que se planifiquen para hacerla ellos mismos.
Saliendo de Guadalajara a primera hora, poco después de las 9 llegamos a Alcocer, donde el Restaurante “Casa Goyo” de la localidad, que se ha convertido en bandera de la gastronomía alcarreña, nos estaba esperando con todo el local preparado para entregarnos, de aperitivo, uno de los desayunos más monumentales que el autor de estas líneas ha probado nunca. Allí corrieron los embutidos entre enormes rebanadas de pan untadas de aceite y tomate, zumos de todos los colores, café sin parar y magdalenas hechas por ellos mismos. Un banquete inolvidable para empezar la jornada.
A poco llegamos a Cuenca donde dos guías nos esperaban para con ellos ascender por las trochas de la Sierra hasta Palancares, un pueblo que se centra entre el espectacular pinar en el que surgen los fenómenos que pensábamos visitar: las torcas.
Son estas unas formaciones curiosísimas, que suponen hundimientos de planta circular, de casi cien metros de profundidad, y de paredes rocosas, todo tapizado por la vegetación intensa que los siglos han ido derramando: el bosque es de pinos, aunque aparecen otras especies, entre ellas el arce de Montpellier, ahora con sus hojas de potente color rojo. Las torcas son en realidad dolinas, esto es, hundimientos de la capa rocosa superficial por el fallo de la capa profunda, caliza, más débil. Estos fenómenos, ocurridos desde hace millones de años, siguen vivos, y de vez en cuando aparece una nueva torca, como la que surgió, pequeña, hace unos meses, justo cuando pasaba un paisano montado en un tractor, y se lo engulló sin mayores preámbulos.
Hacemos un recorrido, que está señalado en el área con carteles y flechas, por cuatro de las más bonitas torcas del Parque Natural (esa categoría tiene la Serranía de Cuenca): son las del Lobo, el Torcazo, la del Agua y la Escaleruela. En la del Lobo nos cuenta el cartel la bonita leyenda que en su torno creó el escritor conquense Raúl Torres: un enorme círculo de rocas rojizas entre las que cuelgan aguerridos los pinos, dejan ver un oscuro fondo de matorrales y húmedas apariencias. Las torcas, sin embargo, están siempre secas.
Seguimos la caminata para llegar más allá a ver la Torca de la Novia, y en un plis plas nos avanzamos hasta el “Pino Abuelo” que es uno de los ejemplares más llamativos del bosque conquense, un ejemplar de gran tronco que luego se parte en dos, y que según cálculos de los entendidos lleva ahí plantado, y vivo, más de cinco siglos.. ni entre diez personas fuimos capaces de rodear su tronco. Espectacular.
La tercera etapa de la mañana la hicimos avanzando por el Parque hasta Cañada del Hoyo, donde el autocar aparcó y nos dejó a pie discurriendo por caminos que nos llevaron a admirar tres de las siete lagunas que en medio del bosque se ven. El fenómeno es el mismo que en las torcas: hundimientos de planta circular, pero en este caso, al estar más bajas, más cerca del nivel del acuífero, sus fondos están ocupados por agua, constituyendo lagunas. Las tres que vemos tienen, además, la curiosidad de presentar diferentes colores: la primera, la de La gitana, tiene un agua verde; a la segunda, la llaman la Laguna Negra, por el color de sus aguas, poco profundas. La tercera es la Laguna del Tejo, con un color azulado brillante de sus aguas, en las que aún había algún valiente bañándose. En todas ellas hacemos fotos, y nos extasiamos un buen rato contemplando la belleza de este lugar, al que sin duda todos los amantes de la Naturaleza deberían ir alguna vez en la vida.
A continuación, -porque era ya la hora- nos dirigimos a Cañada del Hoyo, un pueblo serrano con un castillo en lo alto del caserío, donde nos pusimos a comer con el entusiasmo que crea el hambre de las caminatas. El lugar, previsto de antemano, fue “La Venta de los Montes” por cuyas mesas desfiló, con alegría y sin tacañería, todo el recital de gastronomía conquense que uno pueda imaginar: de entradas el ajoarriero, la ensalada vegetal de las ventas, el pisto manchego y el morteruelo suavísimo. De principal vianda apareció el guisado de cordero con patatas y al final los flanes, las frutas, el café y los licores. Más contentos que unas pascuas, los viajeros (que alcanzamos la venerable cifra de sesenta) nos dirigimos a Cuenca ciudad, donde otros dos simpáticos guías, cargados de sus mejores recursos anecdóticos, nos enseñaron la ciudad. O parte de ella, porque Cuenca es mucha Cuenca y da para más visitas.
Lo más llamativo, en mi opinión, fue la entrada a la ciudad que hicimos desde su parte baja. El autobús, enorme, no puede circular por sus vericuetos estrechos, y por eso decidieron darnos una vuelta por el Cañón del Huécar, admirando sus rocosas paredes, las huertas del fondo, los hocinos desperdigados (entre los que vimos el ya derruido de Federico Muelas…) y la ermita de San Jerónimo, llegando a la ciudad por su parte más alta, en la que ya a pie fuimos descubriendo desde las alturas.

La plaza de la Merced, de Cuenca, es un espacio en el que parece haberse detenido el tiempo.

Es un espectáculo ver Cuenca desde las almenas de su castillo, recuperado de entre las piedras. O hacerlo desde el mirador de San José, con el convento de San Pablo (ahora parador nacional) a los pies, temblando en la aterdecida. Bajamos por callejuelas, pasamos junto a la Posada de San José, miramos la fachada falsamente gótica de la catedral, subimos a la plazuela de la Merced, espléndido rincón donde la vieja España se refugie en silencios, y llegamos a la Torre Mangana, símbolo relojero de la ciudad.
Acabamos el día con el sol poniéndose, y bajamos entre callejuelas a la plaza de las Casas Colgadas, cruzamos con miedos de algunos y algunas el puente colgante y de maderas que llaman de San Pablo, y junto al Huécar descendemos al Auditorio donde nos espera el autobús que nos devuelve a Guadalajara.

Un viaje cercano, ínitimo, pero lleno de sorpresas. Que habrá que repetir, sin duda, y en todo caso animar a nuestros lectores a que ellos lo hagan. Y en este coda poner el aplauso a María Antonia Cuadrado, presidenta de la Asociación, y a sus colaboradoras en la Junta Directiva, porque la planificación del viaje estuvo perfecta y en todo momento reinó la armonía y el buen rollito ¿No es así como se dice ahora cuando se quiere expresar que todos estuvimos en amistad perfecta? Pues eso.

1 comentario:

  1. Viajar en buena compañía es placer de dioses y si, encima, es a Cuenca, doble placer. Qué envidia.

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