La Laguna de la Gitana, en Cañada del Hoyo |
Antonio Herrera Casado / 26
Octubre 2013
El pasado sábado 26 de octubre, en
un enorme autocar lleno hasta la bandera, hicimos una de las excursiones que
desde hacía tiempo tenía planificada la Asociación de Amigos de la Biblioteca
Pública de Guadalajara, y que resultó un éxito. Porque todo lo que vimos fue de
interés, aquí quedará la memoria de ese viaje, para animar también a futuros
lectores a que se planifiquen para hacerla ellos mismos.
Saliendo de Guadalajara a primera
hora, poco después de las 9 llegamos a Alcocer, donde el Restaurante “Casa
Goyo” de la localidad, que se ha convertido en bandera de la gastronomía
alcarreña, nos estaba esperando con todo el local preparado para entregarnos,
de aperitivo, uno de los desayunos más monumentales que el autor de estas
líneas ha probado nunca. Allí corrieron los embutidos entre enormes rebanadas
de pan untadas de aceite y tomate, zumos de todos los colores, café sin parar y
magdalenas hechas por ellos mismos. Un banquete inolvidable para empezar la
jornada.
A poco llegamos a Cuenca donde dos guías nos esperaban para
con ellos ascender por las trochas de la Sierra hasta Palancares, un pueblo que
se centra entre el espectacular pinar en el que surgen los fenómenos que
pensábamos visitar: las torcas.
Son estas unas formaciones curiosísimas, que suponen
hundimientos de planta circular, de casi cien metros de profundidad, y de
paredes rocosas, todo tapizado por la vegetación intensa que los siglos han ido
derramando: el bosque es de pinos, aunque aparecen otras especies, entre ellas
el arce de Montpellier, ahora con sus hojas de potente color rojo. Las torcas
son en realidad dolinas, esto es, hundimientos de la capa rocosa superficial
por el fallo de la capa profunda, caliza, más débil. Estos fenómenos, ocurridos
desde hace millones de años, siguen vivos, y de vez en cuando aparece una nueva
torca, como la que surgió, pequeña, hace unos meses, justo cuando pasaba un
paisano montado en un tractor, y se lo engulló sin mayores preámbulos.
Hacemos un recorrido, que está señalado en el área con
carteles y flechas, por cuatro de las más bonitas torcas del Parque Natural
(esa categoría tiene la Serranía de Cuenca): son las del Lobo, el Torcazo, la
del Agua y la Escaleruela. En la del Lobo nos cuenta el cartel la bonita
leyenda que en su torno creó el escritor conquense Raúl Torres: un enorme
círculo de rocas rojizas entre las que cuelgan aguerridos los pinos, dejan ver
un oscuro fondo de matorrales y húmedas apariencias. Las torcas, sin embargo,
están siempre secas.
Seguimos la caminata para llegar más allá a ver la Torca de
la Novia, y en un plis plas nos avanzamos hasta el “Pino Abuelo” que es uno de
los ejemplares más llamativos del bosque conquense, un ejemplar de gran tronco
que luego se parte en dos, y que según cálculos de los entendidos lleva ahí
plantado, y vivo, más de cinco siglos.. ni entre diez personas fuimos capaces
de rodear su tronco. Espectacular.
La tercera etapa de la mañana la hicimos avanzando por el
Parque hasta Cañada del Hoyo, donde el autocar aparcó y nos dejó a pie
discurriendo por caminos que nos llevaron a admirar tres de las siete lagunas
que en medio del bosque se ven. El fenómeno es el mismo que en las torcas:
hundimientos de planta circular, pero en este caso, al estar más bajas, más
cerca del nivel del acuífero, sus fondos están ocupados por agua, constituyendo
lagunas. Las tres que vemos tienen, además, la curiosidad de presentar
diferentes colores: la primera, la de La gitana, tiene un agua verde; a la
segunda, la llaman la Laguna Negra, por el color de sus aguas, poco profundas.
La tercera es la Laguna del Tejo, con un color azulado brillante de sus aguas,
en las que aún había algún valiente bañándose. En todas ellas hacemos fotos, y
nos extasiamos un buen rato contemplando la belleza de este lugar, al que sin
duda todos los amantes de la Naturaleza deberían ir alguna vez en la vida.
A continuación, -porque era ya la hora- nos dirigimos a
Cañada del Hoyo, un pueblo serrano con un castillo en lo alto del caserío,
donde nos pusimos a comer con el entusiasmo que crea el hambre de las
caminatas. El lugar, previsto de antemano, fue “La Venta de los Montes” por
cuyas mesas desfiló, con alegría y sin tacañería, todo el recital de
gastronomía conquense que uno pueda imaginar: de entradas el ajoarriero, la
ensalada vegetal de las ventas, el pisto manchego y el morteruelo suavísimo. De
principal vianda apareció el guisado de cordero con patatas y al final los
flanes, las frutas, el café y los licores. Más contentos que unas pascuas, los
viajeros (que alcanzamos la venerable cifra de sesenta) nos dirigimos a Cuenca
ciudad, donde otros dos simpáticos guías, cargados de sus mejores recursos
anecdóticos, nos enseñaron la ciudad. O parte de ella, porque Cuenca es mucha
Cuenca y da para más visitas.
Lo más llamativo, en mi opinión, fue la entrada a la ciudad
que hicimos desde su parte baja. El autobús, enorme, no puede circular por sus
vericuetos estrechos, y por eso decidieron darnos una vuelta por el Cañón del
Huécar, admirando sus rocosas paredes, las huertas del fondo, los hocinos
desperdigados (entre los que vimos el ya derruido de Federico Muelas…) y la
ermita de San Jerónimo, llegando a la ciudad por su parte más alta, en la que
ya a pie fuimos descubriendo desde las alturas.
La plaza de la Merced, de Cuenca, es un espacio en el que parece haberse detenido el tiempo. |
Es un espectáculo ver Cuenca desde las almenas de su
castillo, recuperado de entre las piedras. O hacerlo desde el mirador de San
José, con el convento de San Pablo (ahora parador nacional) a los pies,
temblando en la aterdecida. Bajamos por callejuelas, pasamos junto a la Posada
de San José, miramos la fachada falsamente gótica de la catedral, subimos a la
plazuela de la Merced, espléndido rincón donde la vieja España se refugie en
silencios, y llegamos a la Torre Mangana, símbolo relojero de la ciudad.
Acabamos el día con el sol poniéndose, y bajamos entre
callejuelas a la plaza de las Casas Colgadas, cruzamos con miedos de algunos y
algunas el puente colgante y de maderas que llaman de San Pablo, y junto al
Huécar descendemos al Auditorio donde nos espera el autobús que nos devuelve a
Guadalajara.
Un viaje cercano, ínitimo, pero lleno de sorpresas. Que
habrá que repetir, sin duda, y en todo caso animar a nuestros lectores a que
ellos lo hagan. Y en este coda poner el aplauso a María Antonia Cuadrado,
presidenta de la Asociación, y a sus colaboradoras en la Junta Directiva,
porque la planificación del viaje estuvo perfecta y en todo momento reinó la
armonía y el buen rollito ¿No es así como se dice ahora cuando se quiere
expresar que todos estuvimos en amistad perfecta? Pues eso.
Viajar en buena compañía es placer de dioses y si, encima, es a Cuenca, doble placer. Qué envidia.
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