Salto de agua en el arroyo Agüeira en la Reserva de la Biosfera, en Santa Eulalia de Oscos |
Antonio
Herrera Casado / 13 Septiembre 2013
Desde
Navia, donde tenemos el campamento principal, vamos a hacer hoy una ruta a pie
por el Parque Natural de los Oscos, en Asturias pero ya en el mismo límite con
Galicia. Un lugar lluvioso y verde siempre, un espacio de esa España profunda,
inmaculada, reservada a quien de verdad ame la Naturaleza limpia y difícil.
El
viaje en autobús se hace, subiendo siempre desde la costa, tras pasar junto a
Ribadeo y Vegadeo, hasta Santa Eulalia de Oscos, centro del valle cerrado por
alturas y bosques impenetrables. No está muy alto el territorio, apenas a 500
metros sobre el nivel del mar, pero la densidad de su vegetación, y la latitud
hace que cada 48 horas, un frente borrascoso pase por encima y desde los
nublados deje caer agua en mayor o menor cantidad. El día de nuestro paseo,
afortunadamente, ha sido limpio y luminoso, entre un frente y otro, aunque el
suelo está muy mojado, y el bosque chorreante, por las lluvias de la pasada noche.
La
ruta que vamos a hacer, junto a veteranos amigos y amigas, y guiados por el
saber sin límites de Ignacio Garrido, comienza en el área recreativa de
Pumares, hasta donde nos ha traído el autobús. El nombre de la aldea ya dice lo
que abundante en torno a ella, esos árboles que dan las manzanas pequeñitas de
las que luego se saca la sidra.
Andando
por el camino bien señalado, vamos a andar unos 4 kilómetros, subiendo siempre
entre arboledas cerradas y junto al río Agüeira, hasta la cascada de la Seimeira
(que es una redundancia, porque en bable ese es el nombre que le dan a las
cascadas).
El
lugar tiene todos los ingredientes de los cuentos infantiles: el bosque
legendario está cuajado de enormes árboles de ribera (alisos, fresnos, sauces y
avellanos) y por robles y castaños viejísimos, anchos en sus copas, que como
unos brazos enormes y poderosos amparan la tierra y apenas dejan que pase el
sol: parecen seres terribles, pensativos, oscuros, con sus piernas dobladas y
contorsionadas, como en lamento silente. Son como monumentos de la Naturaleza,
un patrimonio a repsetar.
La
mayor parte del camino está guardado por paredes de piedra cuajadas de musgos, y
el camino se cubre de una mullida alfombra de hojarasca que amortigua nuestros
pasos. Pronto se llega a una zona en que hay que trepar. Aquí algunas de las
excursionistas se echan atrás, temiendo más la bajada que ahora la subida. Se
asciende entre los robles y los rebollos, por una empinada ladera soleada,
hasta las ruinas de La Ancadeira, donde vivieron las gentes dedicadas a la
recolección de castañas, o a los oficios de la ferrería. Solo quedan ruinas
cubiertas de musgos y arbustos.
Cartel al inicio de la ruta a pie desde Pumares a la Seimeira, en Oscos. |
Desde
allí continuamos atravesando el mágico y solitario “Valle del Desterrado” que
nos lleva hasta un cruce en el que podemos continuar de frente hasta alcanzar
la seimeira, o bien desviarnos a la izquierda cruzando un pequeño puente que
nos llevará tras un leve ascenso hasta el pueblo de Busqueimado donde puede
visitarse la capilla, dedicada a San Pedro, acompañada de dos impresionantes
tejos catalogados como monumento natural. En todo caso, el guía y el programa
nos lleva a ver la gran cascada, de 30 metros de caída, ahora en septiembre con
poco agua, pero en un entorno de afiladas rocas y alturas impenetrables, que
nos dejan maravillados y confesando que ha merecido la pena hacer este caminar
de sendas y bosques para ver esta maravilla de la Naturaleza en su ambiente.
Aquí
quiero dejar mi recuerdo para el perro que nos acompañó todo el viaje: claro y
enorme, diligente a acompañar a quien se quedaba atrás, haciendo rápidas
carreras para ponerse delante y abrir camino: nadie supo de donde salió, debía
de ser de alguien del caserío de Pumares, que se va con los caminantes para
acompañarlos. Y estábamos seguros de que si a alguien le hubiera pasado algo,
él hubiera ido al pueblo, a ladrar y avisar del peligro. A veces se encuentra
uno con estos seres fantásticos y buenos, que en este caso tenía cuatro patas y
una densa pelambrera ocre cubriéndole el cuerpo. Como a los buenos perros, solo
le faltaba hablar.
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