23 de noviembre de 2013

Carmona, ciudad romana, árabe y cristiana

El alcázar de Puerta Sevilla en Carmona
Antonio Herrera Casado / 19 Noviembre 2010

Desde Guadalajara a Carmona hay una buena tirada: la hacemos en autobús, dormitando o escuchando música, charlando y parando en un perdido lugar de la Mancha a desayunar. El viaje es largo, pero la llegada satisface. Lo primero que hacemos es ir a comer, a un sitio espléndido, que parece el pabellón de los padres en un enorme jardín andaluz. Está en la Alameda, con vistas a todas las torres. Después, ya relajados, vamos a visitar Carmona.
Yo he visto Carmona, la he pateado arriba a abajo, en tres ocasiones. Y siempre me emociona recorrer esta que considero una de las ciudades más antiguas, espléndidas, misteriosas y mágicas de la España eterna. Porque en Carmona queda la memoria de los romanos, de sus legiones, de sus pretores y sus solidísimas construcciones: entonces ya era una gran ciudad, atalayada y fortificada, a la que llamaron Carmo. Pero desde mucho antes, el lugar fue un espacio de vida y actividades: la gente del Paleolítico, del Neolítico, los fenicios y los cartagineses, lo ocuparon y en él vivieron. Por eso los romanos se fijaron en Carmo, y le dieron vida y fuerza: la hicieron, nada menos, que “civitas romana”, y el mismo Julio César en su “De Bello Civile” la puso como ejemplo de ciudad fuerte y poderosa.
Después, mucho después, vendrían los árabes desde África, y en su altura reforzaron el poder llamándola Qarmuna. Así la llamamos hoy todavía. Los árabes la amurallaron por completo, erigieron un alcázar en su extremo oriental, y la cuajaron de mezquitas, jardines y grandes mansiones: En un extremo el alcázar, y en el otro la Puerta de Sevilla, que es en sí misma un poderoso castillo. En Carmona, que llegó a ser capital de uno de los reinos taifas desmembrados de Sevilla, se fraguó una parte de esa “cultura árabe” de lujo, poesía y tracerías brillantes que ha quedado en la memoria de muchos.
Pero en la campaña de 1247 fue tomada para Castilla por su rey Fernando III, quien la otorgó Fuero, y se convirtió en residencia frecuente de los reyes nórdicos, que venidos de las frías tierras de Castilla veían en esta Andalucía, tan ancha mirada desde lo alto de Carmona, un país ideal. Así quedó en su alcázar a vivir, muchos años, Pedro I “el Cruel”. Crecieron los conventos luego, se mantuvieron los alcázares, los mercados explosionaron de riqueza y los alarifes del oro y la plata, del marfil y los cueros, se multiplicaron por mil. En 1630, Felipe IV no dudó en nombrarla ciudad. Hoy es un lugar de magia y sonidos. Las calles blancas en sus muros, en sus suelos, contrastando con el azul del cielo y el rojo de los geranios que asoman por cada ventana y cada patio, dan a Carmona un sello inconfundible.
Y como siempre se vuelve a Carmona, en este viaje que hice en Noviembre de 2010 con los amigos de los Cursos de Mayores de la Universidad de Alcalá, visitamos a conciencia el alcázar de Puerta Sevilla. Después se inicia el recorrido por la calle principal, y se llega a la Plaza de San Fernando, ancha y con palmeras, un espacio de la esencia andaluza, rodeada de viejas casas mudéjares, siendo la más hermosa una que se cubre en la fachada de azulejería verdiazul, junto al Ayuntamiento. Y siguiendo las calles que van hacia el alcázar, sin dar nombres concretos, el viajero se deja perder en el asombro de contemplar tantos palacios barrocos, de exuberantes fachadas cargadas de rejas y escudos; de casonas y conventos renacentistas, con sus portadas cuajadas de grutescos y emblemas imperiales; de lindas fachadas, dinteles y aleros mudéjares, o de simples edificios encalados en los que una puerta de madera y unos balcones chorreando buganvillas nos dan la bienvenida.



El palacio barroco de los Bernal Escamilla
es uno de los muchos que se ven en la parte alta de Carmona.
Para un estudioso de cualquier época artística, Carmona es un catálogo abierto de edificios. Es irrenunciable pasar a la iglesia prioral de Santa María, donde estuvo la mezquita mayor: de ella conserva la estructura, con el patio de los naranjos y la fuente de las abluciones en la puerta, mientras dentro nos asombra la polícroma maravilla de su retablo mayor, adornando la arquitectura plateresca de muros, columnas y bóvedas. Cerca están los conventos de las Descalzas, de la Concepción y de Santa Clara. O los palacios de los marqueses de Torre, de los Domínguez y de los Rueda, ya en la parte alta que nos lleva, finalmente, al alcázar real, en el que se instala hoy el Parador Nacional, uno de los más elocuentes y hermosos de nuestro país, como si fuera un palacio árabe perdido en la altura de unas rocas. A quienes les gusta pasearse España de Parador en Parador, el de Carmona resulta imprescindible.
A la que bajamos, de vuelta, al autobús que nos espera en la Puerta de Sevilla, debemos admirar (es imposible ignorarla) la gran cúpula y torre de Nuestra Señora de Gracia, fuera de los muros. Qué elegancia, qué altura y qué brillos: se nos mete por la retina al corazón, para siempre. Es la iglesia que habla de vírgenes, de guitarras y de vino fino. Es el arte que dice que así es Andalucía: de colores, de sonrisas hecho.
Aunque no lo visitamos en esta ocasión –no había tiempo- sí que es recomendable a los futuros viajeros contemplar una de las joyas del patrimonio de Carmona: la "Necrópolis", descubierta casualmente en 1868. Se encuentra en plena ciudad, pero fuera del recinto amurallado: se trata de un conjunto funerario compuesto por varios centenares de cámaras sepulcrales, excavadas en la roca de los Alcores, en las que se practica casi exclusivamente el rito de la incineración; son muy abundantes las hornacinas para cenizas, excavadas en los muros de la cámara. En algunas tumbas todavía se conservan restos de la decoración mural pintada sobre el estuco que recubría las paredes. Usada por los habitantes de cultura romana entre los siglos I a.C. al IV d.C. viene a demostrar la indudable importancia de la ciudad en la época plena de dominio romano.
Y ya hemos acabado. Esta vez Carmona la hemos disfrutado tres horas, pero sin duda volveremos, porque a Carmona se vuelve, a recorrerla sin prisa y sin guías en la mano o en los oídos: a disfrutar con ella, simplemente, a saberse en España, en la de siempre, en la maravillosa tierra de los naranjos y el agua que suena por las acequias, de las distancias cuajadas de olivares y de niños que cantan.

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