21 de julio de 2015

Un paseo por Saint Malo

Las murallas de Saint Malo y la Grande Porte
Antonio Herrera Casado / 15 junio 2015

La tierra de Francia nos muestra un panorama variado e inacabable de sorpresas paisajísticas, y de ciudades para las que no me cabe usar más que una palabra, charmantes, expresión definitiva del agrado con que a ellas se llega y la pena que nos embarga cuando se dejan lejos. Uno de esos lugares charmantes, espectaculares e inolvidables está en la costa norte de Francia, frente al canal de la Mancha, ya en Bretaña. Se trata de Saint Malo, y es allí donde los viajeros han pasado un día admirando su estructura y sus detalles, y recordando (aprendiendo, más bien)  lo que la historia de veinte siglos ha dejado sobre aquella ciudad solemne y espectacular.

Actualmente cuenta con 50.000 habitantes (que cuadriplica en verano) y su origen se remonta a la época romana, porque su situación en el borde del mar, junto a la desembocadura del río Rance, y gracias a la primitiva isla en que se fundó, le confirió siempre la calidad de lugar fuerte y estratégico. En la Edad media pasó temporadas como parte integrante de la Bretaña y otras de Francia. Dicen ahora sus habitantes: "Ni breton, ni français: malouin suis" quizás muchos no lo sepan, pero el gentilicio de Saint Malo, malouin, viene a traducirse por "malvino", y es por ello que a las islas Falkland (hoy inglesas, aunque frente a las costas argentinas) se las llamó Islas Malvinas, porque las descubrieron y colonizaron los marineros de Saint Malo, primeros de todos.

Sus comerciantes, armadores, corsarios y marineros, surcaron con sus barcos los mares todos del mundo, y en cualquier continente queda la huella de estas gentes. En Canadá más que en ningún sitio, porque fue Jacques Cartier y su gente quienes llegaron a las costas del norte de América y tomaron posesión de ellas. De ahí que amistad de Bretaña y Canadá sea proverbial, y que el aspecto de Québec, según me dicen, es tan similar a este severo y gris rostro de Saint Malo. En una esquina de sus murallas, junto a un fortín prominente sobre el mar, visitamos la "Casa de Québec" junto a la que se alza la estatua de Surcouf rodeada de banderolas blancas y azules cargadas de flores de lis.

El viajero ante la estatua de Jacques Cartier,
en los jardines de la muralla de Saint Malo


En torno a la ciudad se construyeron las malouiniéres, o grandes casonas propias de los armadores y adinerados comerciales, que también las pusieron orgullosas y limpias sobre el otro lado de la bahía, en Dinard. De esos nombres destacan tres: Jacques Cartier, marino del XVI que colonizó el Canadá y fundó sus ciudades emblemáticas, Québec y Montreal; Surcouf, comerciante corsario, y especialmente Dugay-Trouin, un pirtata en toda la regla, del XVIII, que sin embargo fue recompensado por el rey de Francia con los mayores honores por haber castigado -y robado- las armadas de otros países vecinos. Los tres tienen estatuas ahora en el paseo que cumbrea la muralla de Saint Malo, y a este último le han premiado con el eufemismo de "gran lugarteniente real en los mares". 
Tras la Revolución, la ciudad tuvo mucha vida cultural, siendo uno de los focos del romanticismo francés. aquí nació Chateaubriand y aquí, en una talaya frente al mar, en la isla del Grand Bé, fue enterrado. Sin embargo, en la segunda guerra mundial, Saint Malo fue reducido a cenizas, bombardeado duramente por el ejército norteamericano para desalojar a los alemanes que allí resistieron: fue el primer lugar donde los americanos ensayaron las bombas de napalm para masacrar cualquier resistencia. Tras la contienda, pacientemente a lo largo de decenios, la ciudad se ha reconstruido, y hoy luce mágica, espectacular: hoy es un destino obligado para cuantos viajeros quieran respirar el aire más genuino de la historia y la fuerza de la vieja Europa.

Lo más atractivo es sin duda la que llaman Ciudad Intra Muros, una isla que solo comunica con tierra firme por un estrecho muelle, con un puente que a veces se alza para abrirle el paso a los barcos. Está rodeada completamente por una muralla gigantesca, que solo se abre en dos lugares, en las puertas llamadas Grande Porte y Porte Saint Vincent. Sus enormes y rollizos cubos le confieren monumentalidad. Luego el conjunto de la muralla rodeando la ciudad ofrece caminos, adarves, plazoletas y defensas comunicadas por escaleras, que justifican el agradable paseo que nos llevó parte de la tarde, luminosa y fresca, siempre rodeados del intenso azul de ese mar que registra las más altas mareas del Atlántico. En sus extremos se alzan baluartes, fuertes y castillos: uno de ellos es el Fort National, espléndido en su reconstrucción que hoy alberga el Museo de Historia de la Ciudad y el Ayuntamiento. Otro es del Fort de la Conché (ambas construcciones se deben al genio de la arquitectura militar francesa, Vauban, y con eso está dicho todo) y aún es de ver el fuerte del Petit Bé, que junto al Grand Bé, forman dos islas a las que puede llegarse a pie cuando la marea está baja pero que se tornan inaccesibles cuando unas pocas horas después está alta.

Saint Malo desde el aire


En la ciudad puede admirarse una catedral pasable, dedicada a Saint Vicent, de origen románico pero muy bastardeada y aun ahora reconstruida totalmente tras la SGM. Es emocionante recorrer las viejas calles del Saint Malo pesquero y comerciante, distinguiendo viejos edificios, palacios de armadores y corsarios, lonjas de pescado y sordos rumores de carretas, pizarras y pregones. La cena en el entrañable "O’ de la Mer" nos permite disfrutar con algunos alimentos tan típicamente franceses como el salmón claro, la tortilla (francesa, por supuesto, aunque saturada de quesos) y el riego de sidra que por allí es generoso. En todo caso, un lugar a tener en cuenta, porque de la enorme Europa que nos habla a través de sus páginas/ciudades, esta de Saint Malo es de las más expresivas, y, al menos para mí, ya se ha convertido en cordialmente inolvidable.

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