30 de mayo de 2015

Un paseo por la Concordia


Antonio Herrera Casado – 26 Mayo 2015

Quizás los viajes más interesantes que uno hace, de vez en cuando, son los que se mueven por el interior de uno mismo. Viajes al interior, o viajes por la memoria. Rutas del ayer al mañana, peregrinación de sueños. Mil formas para describir la introspección y  un asomo de petición de indulgencia hacia uno mismo.
Otros viajes son largos y fructíferos, llenos de sorpresas, encontrando estatuas, saltos de agua y animales raros. Con fotografías llenas de color y sonidos que emergen de las grandes ciudades, de los mercados, de los cruceros a punto de partir.
El mejor está, sin duda, en torno a la vida que hemos tenido. Por eso uno de los viajes más agradables que he podido hacer (y que puedo repetir, de vez en cuando) es el viaje al Paseo de la Concordia de Guadalajara, la ciudad en que nací, y en la que vivo. Ese pulmón verde, hoy encerrado entre las calles y los edificios de la ciudad que crece. Un lugar con la medida justa de sonidos y olores para que quien por él viaje se recree y se desintoxique. En la infancia, era un lugar enorme, en el que a lo lejos se veían otros niños, y se podían echar carreras muy, muy largas. Un lugar en el que vendían barquillos y había un guarda temible vestido de pana oscura. Una dimensión de tierras y piedrecitas en cuyo costado se alzaba un templete romántico que nos parecía, a los chicos, un templo griego que guardaba sus misterios especialmente en lo hondo, tras las rejas de sus ventanas bajas, que daban a la oscuridad ignota.

El corazón verde de la ciudad

Ahora se puede dar un paseo por la Concordia con mayor tranquilidad que antes, y también con mayor conocimiento. Porque para acompañarnos por su salón grande y sus rotondas amables acaba de aparecer un libro que nos explica sus orígenes, nos dice quien y cuando lo creó, cómo creció, y de qué manera se le fueron añadiendo límites, contenidos y cobrando sentido con sus ocupaciones.



Pedro J. Pradillo, el historiador de la ciudad de Guadalajara, ha pasado una larga temporada allegando documentos y noticias, recogiendo recuerdos de las gentes y sumando a su colección un buen racimo de fotografías y planos, con los que ha compuesto el libro que nos entrega el ser y el querer de este Paseo de la Concordia.
Para ir sabiendo algo más según se cruza su paseo en diagonal, se bordea su fuente grande, y se extasía uno ante el kiosko de la música, conviene recordar unos, pocos, datos de este libro sobre “El Paseo de la Concordia”.
Por ejemplo, traer a la memoria a don José María Jáudenes, el gobernador provincial que decidió crear este parque, en 1854, donde estaban las eras de la ciudad. O al alcalde de la misma, don Francisco Corrido, quien aprobó el presupuesto para iniciar sus trabajos. O al general don Ángel Rodríguez de Quijano y Arroquía, que fue el destinado para hacer sobre el papel el proyecto y personalmente dirigir las obras que lo llevaron a cabo.
Después, ir viendo las formas que fueron tomando sus parterres, las estatuas que le nacieron, o las fuentes que alegraron sus extremos. Recordar cómo en 190X se le puso pétreo límite por la frontera con la Carrera de San Francisco, levantando unas elegantes escaleras para accerde de la calle al parque. O como en 1915 se decidió encargarle al arquitecto municipal Sr. Checa los planos y el proyecto para levantar el kiosko de la música, que se inauguraría en 1916.



Paseando por la Concordia ni nos preocupamos por lo que en su carril central ocurrió, pero siempre es bueno tener en la memoria los desfiles militares, juras de bandera, manifestaciones obreras, presencias del rey Alfonso XIII, -que era un rey al que le gustaba Guadalajara- y Congresos Marianos, sin olvidar las Ferias que se montaban en su recinto para finales de septiembre o primeros de octubre, cuajando el suelo de tiosvivos, coches de choque y olas voraces.

En su perfil amable se recostaron paseos juveniles, lecturas a la sombra de las acacias, partidas de ajedrez y “kedadas”. La estatua de la Mariblanca, que es de mármol silente y se trajo desde los jardines de la antigua Academia, es como un testigo manso de las tardes en la terraza del ángulo sureste del Parque. Muy pocos de quienes pasean la Concordia se preocupan de identificar a los sujetos que fueron memorados en forma de estatua, o a valorar los cientos de especies vegetales que con paciencia los jardineros municipales han ido plantando y protegiendo. Todo eso es como un ropaje, como un envoltorio obligado, pero elegante, que nos sirve para llevarnos al corazón el mejor regalo, este Paseo de la Concordia que es al mismo tiempo un lugar y un recuerdo.

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