19 de noviembre de 2017

Una tarde de cementerios

Antonio Herrera Casado | 19 Noviembre 2017
Aprovecho la tarde suave y soleada del otoño, cuando la ciudad empieza a sonar amarilla, y el apagado eco de algún paseante, tan escaso, me sugiere estar en algún lugar remoto, que no conzco.

Pero sí, sé donde estoy. En Guadalajara, vivo y paseante, evocador, dispuesto a mover las piernas y oxigenar la sangre, antes de que todo este aparataje se oxide, y al fin se pare.

Me bajo andando hasta el Cementerio, solo, como siempre, para oir mejor las cosas que me prometió la vida, y que, al final, la muy falsa, no me ha dado. Quizás lo único cierto está ahí, en los cipreses –tan elegantes y correctos, vestidos de frac- que me saludan al entrar. Allí están los amigos, la gente que quise, la gente a la que no puedo olvidar, la gente incluso que no llegué a conocer, pero que me saluda sin complejos.




El inicio de este paseo de otoño arde en el ladrillo de una capilla neomudéjar que se dora al sol. Silencio. Amigos retratados en el bronce de sus nombres.





En el entorno central del Cementerio, los cipreses corpulentos abrigan el mármol frío de las despedidas. No hay lágrimas ya. Solo un nombre sobre la lápida (Eloísa, Margarita, Celia...) y unos apellidos de aquí (Sanz quizás, Pajares, Casado pudiera ser…) Y la muerte sin rostro despidiendo a los amigos de esta vida.




Fueron los marqueses de Villamejor, de apellido Torres, al que luego añadieron el Figueroa, uno de los grupos familiares más opulentos, emprendedores y distinguidos de la Guadalajara de la segunda mitad del siglo XIX. Para su eterno descanso encargaron un panteón funerario al arquitecto Manuel Medrano, uno de los más prestigiosos de España en aquellos momentos. Una obra de arte dejó como espacio el que ocuparían sus cuerpos. En la pared de poniente aparecen sus armas. El sol las calienta levemente, a pesar de que todo aquí está frío, y en silencio...





Junto a la tumba de mis padres y abuelos, que ocuparé en un futuro (incierto todavía, pero seguro) está la de don Francisco Layna Serrano, que fue historiador y cronista provincial, (1893-1971) y en la que yace, desde cuarenta años antes que él, su querida esposa Carmen Bueno Paz, muerta en accidente. El dolor se arrastra sobre esa lápida oscura, mohosa, de piedra caliza tan antigua, sobre la que un esclavo tendido entre rotas columnas deja leer la frase que el dolido esposo trazó en 1933: “Laborando por enaltecer la Alcarria halló esta dama la muerte”.

El R.I.P, y algunos datos biográficos de la pareja asoman entre el barro acumulado. Nadie cuida ya de esta tumba. Recuerdo a don Francisco, recuerdo su obra, y dejo caer los brazos, sin poder hacer más que seguir andando entre las tumbas, al sol declinante, escuchando recios los ruidos que salen de mi cerebro, avisando de la noche cercana.

De todo esto, y de las fotografías que con solo el teléfono móvil he ido haciendo según paseaba, he colgado en mi perfil de Facebook (www.facebook.com/herreracasado) estas imágenes, y estas ideas, y algunos amigos se enteran de que todavía ando por aquí, antes de partir a otro viaje que se avecina.

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